La palabra, un neologismo de “negar”, surgió en la década de los 60 para definir a quienes, frente a las evidencias históricas y empíricas, negaban y continúan negando el exterminio nazi por razones ideológicas. Décadas después, en la era de las redes sociales y la posverdad, se extendió a todos aquellos que rechazan hechos incontestables como la redondez de la Tierra o la evolución de las especies.
Sea lo que sea, el término se refiere en sentido estricto a la obsesión maniaca por ocultar crímenes atroces cuya evidencia es absoluta.
El Estado mexicano ha tenido desde siempre esa manía. Pero ella ha adquirido una dimensión cada vez más patológica y perversa desde que Felipe Calderón desató la guerra contra las drogas e instaló al ejército en las calles. A partir de entonces –ya sea bajo la administración panista del propio Calderón, bajo la priista de Enrique Peña Nieto o bajo las morenistas de Andrés López Obrador y Claudia Sheinbaum– los crímenes atroces no han dejado de sucederse acompañados de negacionismo. La más clara y aterradora expresión de esa manía –hay que volver a ello, aunque la noticia haya pasado a un tercero o cuarto término– ha sido la reacción del gobierno de Claudia Sheinbaum a la resolución del Comité de la ONU sobre Desaparición Forzada (CDF) de poner bajo escrutinio al Estado mexicano por esos crímenes y de ser necesario llevar el asunto a la Asamblea General de la ONU. No sólo la presidenta Claudia Sheinbaum, las secretarías de Gobernación, de Relaciones Exteriores y la Cámara del Senado, secundadas por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, rechazaron la existencia de la desaparición forzada en México, sino que amenazaron con el despropósito de pedir la destitución del presidente de la CDF, Olivier de Frouville. El mismo presidente de la Cámara del Senado, Gerardo Fernández Noroña, en uno de sus tantos alardes de estupidez e ignorancia, retó a la CDF “a que presente un solo caso de desaparición forzada contra nuestro gobierno”.
El negacionismo del que la administración de Sheinbaum hace alarde no es, por lo mismo, una simple negación. Es, por el contrario –de allí la necesidad del neologismo–, un regodeo en la imbecilidad y la ceguera moral, como la de quienes se empeñan todavía en negar la existencia de los campos de exterminio nazi. La resolución del CDF no nació de una ocurrencia, no es el producto de una afirmación sin sustento. Está basada tanto en la información fidedigna, que a lo largo de más de 14 años familiares, colectivos de víctimas y organizaciones de la sociedad civil han enviado a dicho organismo, como en las visitas que la propia CDF ha hecho a nuestro país.
No es tampoco una resolución que señala a los gobiernos de Morena, sino al Estado que, en connivencia con organizaciones delictivas, ha generado a lo largo de casi 20 años crímenes contra la humanidad, de los que la desaparición forzada es uno de ellos. El Estatuto de Roma de la Corte Internacional –del que México forma parte– es muy claro al respecto: “Se considera desaparición forzada la privación de la libertad de una o varias personas, cualquiera que fuera la forma, cometida por agentes del Estado o por agentes o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información y de la negativa a reconocer dicha privación de la libertad o de informar del paradero de la persona”. Su prueba irrefutable son las 125 mil víctimas que, registradas por el propio Estado (50 mil de ellas sucedieron en el sexenio de López Obrador y 40 en lo que va del de Claudia Sheinbaum) permanecen en calidad de desaparecidas; una buena parte de esos casos está en posesión de la Comisión de Desaparición Forzada.
Tampoco la resolución de ese organismo supranacional es una condena al gobierno de Sheinbaum, sino un llamado a que, junto con la comunidad internacional, trace un camino que permita terminar con este flagelo; un llamado también a iniciar con ello un proceso de justicia transicional que lleve a descapturar al Estado de sus vínculos con el crimen y establecer un verdadero Estado de derecho.
Negar que en México hay hasta el momento, sin contar la cifra negra, 125 mil desaparecidos, más de 500 mil asesinados, casi 6 mil fosas clandestinas, Semefos desbordados de cadáveres y campos de exterminio; negar la sistematización de la violencia que cada año cobra más de 40 mil homicidios, miles de desaparecidos –en el último año fueron cerca de 14 mil—; negar que diariamente suceden cientos de extorsiones y asaltos a lo largo y ancho del país e intentar, por lo mismo, mantener una narrativa contraria, sostenida en un sinnúmero de mentiras y de falseamientos de la historia y la realidad del país, es no sólo estúpido, sino criminal y suicida. La narrativa ya no se sostiene. La resolución de la CDF, el respaldo del propio organismo a su director y, ante la necedad negacionista, su confirmación de que seguirá adelante, han puesto ante los ojos del mundo la realidad que por casi 20 años los gobiernos han buscado ocultar: el Estado mexicano es un Estado que comete y permite crímenes contra la humanidad y debe acompañarse del apoyo de la comunidad internacional.
Desdeñarlo, empeñarse en el negacionismo y mantener las redes de impunidad y complicidad con el crimen –hacia allá camina la próxima elección de jueces y magistrados– sólo hará más larga la agonía de un Estado enfermo de violencia y barbarie, más patético el desprestigio de la mal llamada cuarta transformación y más dura y horrible la tragedia humanitaria del país.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.