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CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Pese al proceso civilizatorio de la sociedad, la violencia es una espiral constante que se repite, un ciclo que cambia de nombres, personajes, lugares, pero con una constante: las víctimas. Narrar desde el horror es el reflejo del dolor, al menos ese es el debate que el especialista Jacobo Dayán y el poeta Javier Sicilia reflexionan en su nuevo libro.
Dayan y Sicilia realizan un largo debate en torno de Crisis o Apocalipsis, obra recientemente publicada por Taurus. Se trata de “una conversación urgente sobre el valor de la memoria, la verdad y la justicia en un mundo en crisis”.
El diálogo con Proceso ocurre mientras el mundo contempla la crisis política en Medio Oriente. La historia tiende a repetirse, el horror sigue siendo el mismo, pero en diferentes épocas y en el camino central están las víctimas.
“La narrativa del poder tiende a negar el horror”, asegura Sicilia al ser cuestionado sobre el discurso que se emprendió con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, y ahora con la presidenta Claudia Sheinbaum en cuanto a la violencia que hay en el país.
“Lo que tenemos es, desde el poder ya, un discurso abiertamente desapegado a la realidad, propio de los populismos similares a los que hubieron hace ochenta años”, refiere Dayán.
–¿Qué nacionalismo tenemos?
–Envolverse en la bandera y matar a otros es un absurdo –dice Dayán.
–Es un absurdo, pero es más absurdo en un país que no existe. Cuando a mí me hablan de que este país es México, pue sí como abstracción. Pero un país tomado por el crimen organizado, donde el Estado está coludido con el crimen organizado, donde nadie tiene seguridad, donde tenemos más de un millón de víctimas, sin contar a los desaparecidos, sin contar a los desplazados. ¿Dónde está el Estado, incapaz de darle un gramo de seguridad y justicia a su propia gente? –pregunta Sicilia.
Dayán abona al cuestionamiento:
“Nos indigna una declaración de Donald Trump, pero no parece indignarnos que el crimen organizado controle un porcentaje del territorio nacional. ¿Eso no es pérdida de soberanía? Un Estado donde la impunidad es de 98% ¿eso no es pérdida de soberanía? La soberanía parece que nada más está en el Masiosare en el extranjero.
Cuando tú ves a un adolescente reclutado por el crimen organizado, que se convierte en sicario, ese joven es víctima o victimario o es víctima y victimario. Es decir, parte del horror. Y eso, pues por ejemplo lo dice muy claramente Primo Levi, dice lo peor del régimen, es haber descargado parte de su responsabilidad en las víctimas.
Sicilia califica ese escenario como un proceso de “deshumanización terrible”.
Para Dayán, “es políticamente incorrecto hasta salir y decir ‘este tipo es una víctima’, es socialmente incorrecto y ni siquiera es un tema que se quiera discutir. Y eso habla de un quiebre social mucho más profundo. Porque, incluso, las madres buscadoras te lo dicen: ‘Yo no sé si mi hijo estaba haciendo algo cuando desapareció’. Y eso te genera una angustia todavía peor”
Sicilia, a su vez, interviene: “Parece que el mundo no cambia… Deberíamos detenernos para pensar en eso”.
El libro de ambos autores es una obra que se sumerge en una reflexión profunda y urgente sobre la naturaleza del mal, la memoria, la justicia y la crisis civilizatoria que atraviesa México y el mundo.
Crisis o Apocalipsis nace de 14 años de conversaciones entre Sicilia, un poeta y activista que fundó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad tras el asesinato de su hijo en 2011, y Dayán, un especialista en derechos humanos y justicia transicional.
Los autores exploran las dimensiones éticas, políticas, filosóficas y teológicas de la violencia contemporánea.
Sicilia pone como ejemplo la escena de la película 2001: Una Odisea del Espacio, cuando el primate toma un hueso y lo puede usar como herramienta y como un arma. Es, en esencia, el hueso como símbolo del progreso técnico, la dualidad.
La idea del libro surgió alrededor del encuentro que sostuvieron Jorge Semprún y Elie Wiesel en 1995, con motivo del 50 aniversario de la liberación de los campos de concentración nazis; sobrevivientes del Holocausto, compartieron sus experiencias en los campos de concentración. En su conversación, reflexionaron sobre la memoria, el trauma y la escritura como formas de procesar el horror vivido. Wiesel, conocido por La noche, destacó la dificultad de transmitir la experiencia de los campos y la importancia de no olvidar para evitar la indiferencia. Semprún, autor de El largo viaje y La escritura o la vida, habló de cómo escribir le permitió recuperar la memoria y sanar, aunque ambos coincidieron en que el lenguaje a menudo resulta insuficiente para describir el sufrimiento extremo. El diálogo de su debate se publicó en el libro Se taire est impossible (Callar es imposible).
La memoria y el horror
Sicilia y Dayán adaptan esta estructura para abordar la violencia en México, marcada por asesinatos, desapariciones, fosas clandestinas y la colusión entre el Estado y el crimen organizado. El libro surge como un intento de incomodar al lector, no para ofrecer respuestas definitivas, sino para plantear preguntas esenciales: ¿estamos ante una crisis superable o un apocalipsis irreversible?
El mal y su persistencia
Uno de los ejes principales del libro es la exploración del mal, un concepto que Dayán aborda desde perspectivas mitopoiéticas, teológicas, filosóficas y sociológicas reconociendo que ninguna explicación es concluyente, pero sus estragos son evidentes. Sicilia, desde una perspectiva cristiana, vincula el mal con experiencias como Auschwitz, que considera una “expresión macro” del sufrimiento humano comparándolo con la pérdida personal de su hijo. Los autores conectan el mal histórico (el nazismo, las dictaduras de Pol Pot o Efraín Ríos Montt) con el presente, donde el populismo y los neofascismos emergen como síntomas de una crisis civilizatoria.
Memoria y justicia para las víctimas
La memoria es un pilar fundamental del libro. Inspirados por Semprún y Wiesel; Sicilia y Dayán subrayan que las víctimas de la violencia son frecuentemente ignoradas o silenciadas. En México, casos como el del Rancho Izaguirre, un campo de entrenamiento del Cártel Jalisco Nueva Generación, son mencionados para ilustrar cómo la sociedad “voltea la cara” ante el horror. Sicilia destaca la labor de las madres buscadoras, quienes, al “rascar la tierra” en busca de sus seres queridos, encarnan una resistencia ética frente a la descomposición social. Dayán enfatiza que el perdón es un acto individual de las víctimas, no una obligación del Estado, que debe garantizar verdad y justicia.
La memoria, para Sicilia y Dayán, no sólo honra a las víctimas, sino que desafía el discurso oficial que minimiza la violencia.
Proceso comparte con sus lectores un fragmento del libro publicado por Taurus.
PRÓLOGO
Luis Xavier López-Farjeat
Con todo este mal, esperamos algo peor.
Nur al-Din Hayyay
Este libro no es fácil de digerir. Es, de hecho, incómodo. Plantea un cúmulo de preguntas y preocupaciones irresolubles, todas alrededor de asuntos por demás inquietantes: la violencia, las víctimas, el testimonio, la memoria, el perdón, la esperanza (la desesperanza, también), la crisis civilizatoria, el declive de Occidente, Dios y el mal. Nada sencillo de asimilar, en especial, el problema del mal. La maldad del ser humano ha sido desde siempre algo perturbador. Se manifiesta, entre otras cosas, en una inexplicable tendencia a la autodestrucción. Si acaso, ése es el drama de la libertad humana: elegir el mal a sabiendas de que podríamos apostar por un mundo más armónico, menos tempestuoso.
Nuestros tiempos son tiempos violentos. Unos creen que la violencia se ha exacerbado; otros creen que ha disminuido. Hay quienes han pensado, incluso, que, aun cuando la brutalidad no ha sido del todo abatida, la época actual podría ser la más pacífica en la historia de la humanidad. No convencen. Todo depende, quizá, de lo que pueda considerarse violento. ¿No habremos transitado hacia formas discretas de ejercer violencia? Es cierto, tal vez, que las guerras han disminuido. Si es el caso de que algunas formas de la barbarie parecen menos comunes, es vergonzante que en tiempos en los que como humanidad hemos alcanzado cierto consenso alrededor de los derechos humanos siga habiendo genocidios, terrorismo, autoritarismos, fanatismos, intolerancia, marginación, tortura y aniquilación sobre todo de las personas más vulnerables, y una lista considerable de abusos y maltratos físicos, psicológicos y espirituales, infligidos ya sea desde individuos en particular, grupos criminales o de poder o, peor todavía, desde los Estados mismos y sus instituciones.
Alec Ryrie, catedrático de Historia del Cristianismo en la Universidad de Durham, impartió, en 2022, en Oxford, las Bampton Lectures bajo el título “La era de Hitler”. Entre los múltiples planteamientos de Ryrie hay uno que toca muy de cerca las preocupaciones de Javier Sicilia y Jacobo Dayán. Sostiene Ryrie que, hace un siglo, la figura moral más importante en Occidente, para creyentes y no creyentes, era Jesucristo. En la actualidad, la figura más importante es Adolf Hitler. Es cierto que, en tiempos de tanta confusión, de mentiras desparpajadas, en tiempos de la llamada posverdad, Hitler se ha vuelto nuestra única referencia válida para reconocer el mal. La gran mayoría —eso espero— no querríamos la repetición del nazismo. A estas alturas, sin embargo, no veo imposible la vuelta a episodios tan deleznables como ése. Con todo, es verdad que, en cierta forma, como escribe Ryrie, “seguimos creyendo que Jesús es bueno, pero no con el fervor y la convicción con que creemos que el nazismo es malo. Las cruces y los crucifijos han perdido casi todo su poder cultural. Se puede jugar con ellos, incluso bromear, y a nadie le importa. La esvástica tiene mucha más fuerza. Si juegas o bromeas con ella, te conviertes en un monstruo”.2 Sabemos, en pocas palabras, lo que no queremos; sabemos hacia dónde no debemos ir, pero ignoramos hacia dónde sería mejor reorientarnos. Nuestra doliente humanidad ha perdido el norte.
La conversación entre Javier y Jacobo está inspirada en el diálogo que dos víctimas del nazismo, Jorge Semprún y Elie Wiesel, sostuvieron en 1995, a cincuenta años de ser liberados de los campos de concentración en Buchenwald y Auschwitz, respectivamente. Quien conozca el encuentro entre Semprún y Wiesel reconocerá enseguida las coincidencias temáticas con este libro. ¿Cómo fue que se engendró la aberración nazi? ¿Existe alguna forma de dar sentido al “mal absoluto” que se vivió en los campos de exterminio? ¿Cuál es el lugar de las víctimas? ¿Sirve acaso su testimonio para evitar la repetición de tal atrocidad? ¿En dónde estaba Dios mientras tanto? ¿En dónde se esconde ahora? Javier y Jacobo ven en la Shoah la manifestación de una crisis civilizatoria que, desde entonces, a causa sobre todo del desmedido desarrollo tecnológico, ha ido deshumanizándonos cada vez más. Si bien ambos han pensado a fondo el significado de aquellos tiempos del exterminio nazi, sostienen a la par, cada uno con sus motivos, que la descomposición moral a la que ha ido sometiéndose Occidente se refleja también en México, un país infestado de muertos y desaparecidos, de fosas clandestinas, de criminales desalmados y políticos corruptos. El deterioro social y político por el que atravesamos puede verse en la normalización de las extorsiones, la corrupción, los secuestros y asesinatos y, en fin, en la violencia incontenible en la que vivimos todos los días.
Muchos lo han olvidado, pero en la historia de la violencia desatada en México durante el sexenio de Felipe Calderón hay un doloroso parteaguas, un antes y un después. El 28 de marzo de 2011, Juan Francisco Sicilia, hijo de Javier, fue encontrado sin vida junto con los cuerpos de otras seis personas, todos ciudadanos inocentes asesinados por criminales. El 2 de abril, recién llegado de Filipinas, país en el que se encontraba presentando uno de sus libros, Javier lanza ese grito desgarrador contra los políticos y los criminales: “¡Estamos hasta la madre!”. Sin quererlo ni saberlo, Javier se fue convirtiendo en la voz de miles de víctimas que, hasta entonces, habían sido, según el gobierno de Calderón, “bajas colaterales” en vez de personas con nombres y apellidos, con rostros, biografías y seres queridos a su alrededor. A través del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, Javier y muchos otros se dieron a la tarea de visibilizar a las víctimas de la violencia. Fue en ese contexto en el que se dio la amistad con Jacobo Dayán, uno de los especialistas y promotores más notables en México de los derechos humanos. Javier y Jacobo son voces autorizadas para narrar la noche oscura en la que México se encuentra entrampado. Javier, un poeta católico, víctima y testigo directo de la violencia; Jacobo Dayán, un agnóstico de origen judeo-sirio que ha venido, desde hace mucho tiempo, denunciando los crímenes que día a día se cometen en nuestro país. Ambos activistas. Ambos capaces de detonar una reflexión honda sobre el “desgarramiento civilizatorio”, sobre la habituación a la violencia a pesar de los múltiples testimonios que nos alertan de sus graves consecuencias.
La consigna “¡nunca más!”, nacida en Auschwitz con el afán de alertar de la repetición de un exterminio de esas dimensiones, se ha vuelto estéril. El diálogo entre Javier y Jacobo pone de manifiesto, a mi juicio, que aun el testimonio más crudo de las víctimas de la violencia ha sido pasado por alto. Los genocidios, las matanzas, la violencia sistémica y la violencia estructural siguen aquí. Por si fuera poco, no sólo personas ordinarias sino, con frecuencia, las propias instituciones gubernamentales encargadas de impartir justicia han ignorado de manera sistemática a las víctimas de la violencia y la injusticia. En algunos casos, como el de México, las han silenciado. La inoperancia de las instituciones ha dado lugar a la proliferación de víctimas. Las instituciones de justicia tienden a hacerlas invisibles porque ellas son ejemplos vivos de las deficiencias de los mecanismos institucionales diseñados para proporcionar justicia y garantizar el Estado de derecho.
“Las víctimas son incómodas.” La frase —me parece— es del propio Javier. El testimonio es su recurso principal para ser reconocidas y para exigir que se haga justicia. Las víctimas intentan, a través del testimonio, mostrar, informar, denunciar, generar cierta empatía, ante una situación trágica, lejana a quienes no la han padecido. El testimonio es, en palabras de Enrique Díaz Álvarez, un acto de supervivencia (La palabra que aparece, Anagrama, 2021). Es también un acto de resistencia. Ciertas formas de dar testimonio se han vuelto, como muestran Javier y Jacobo, paradigmas para entender la situación de las víctimas. Tal es el caso de varios autores aludidos a lo largo de este libro: Walter Benjamin, Primo Levi, Paul Celan, Dietrich Bonhoeffer, Jean Améry, Aleksandr Solzhenitsyn, obviamente Jorge Semprún y Elie Wiesel, por mencionar unos cuantos. Si bien esta clase de testimonios busca, por una parte, que se haga justicia, por otra, también pretende que la injusticia padecida se inscriba en la memoria histórica precisamente para evitar su repetición. Pero la nuestra es una época de sordera. Nadie escucha. Nadie entiende. Nada más frustrante para quienes hemos defendido el valor del diálogo y la conversación, los buenos argumentos y la persuasión, la libertad de expresión y la voluntad para establecer acuerdos. Todo ello ha sido clausurado.
Cortesía de Proceso.
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