CHILPANCINGO, Gro. (Proceso).- En la puerta de la Montaña de Guerrero cientos de pobladores de San Juan Bautista Acatlán y Zitlala ofrecen danzas y sacrificios al dios Tláloc y a la cruz cristiana para tener lluvias, semillas, salud y paz.
Proceso logró acceder al ritual que realizan los pobladores.
“Los nativos dependemos del campo. A nuestro señor dios Tláloc le pedimos bendiciones para que al pueblo no le falte la alimentación”, expresan los participantes.
De acuerdo con el calendario agrícola, el 25 de abril da inicio el ritual. En San Juan Bautista Acatlán, en el municipio de Chilapa, autoridades, rezanderos y mujeres bendicen las semillas.
Los tekuanes (jaguares), tlacololeros (campesinos) y los kojtlatlas (hombres viento) se presentan en la casa del pueblo (la comisaría), en las calles y en los alrededores del pueblo para anunciar el inicio de la ceremonia.
El 1 de mayo acuden al atrio para venerar a los santos y dioses cristianos. También para dar aviso que al siguiente día subirán a venerar a su dios de la lluvia y la fertilidad.
Las primeras horas del 2 de mayo, unos 500 nativos, desde niños hasta adultos mayores, caminan cuesta arriba por 12 kilómetros hasta llegar al Cruzco (cerro de la cruz). En el camino colocan flores y veladoras a las cruces que guían el camino al centro ceremonial.
En la explanada del Cruzco los penitentes colocan sus máscaras y trajes de tekuanes en piedras sagradas y les prenden veladoras.
Un hombre designado por el pueblo sacrifica decenas de gallinas, cuyas vísceras serán colocadas en el mexcaltin -pencas de maguey- y subidas a un árbol para ofrecerlas a los zopilotes.
Luego inicia la preparación de un caldo rojo de pollo con verdura, tamales de frijol y blancos, que serán ofrecidos a los asistentes. También se convida mezcal.
“Acudimos a este sitio para venerar a las cruces por una tradición que tienen los acatecos. Es para practicar año con año la petición de lluvias”, expresa el comisario Gumaro Nava Hernández.
Agrega que los nativos dependen del campo, por lo que no pueden pasar por alto el ritual.
“Todo el pueblo participa con su presencia o aportación en especie. Lo que se ofrece aquí y se comparte es de todos, eso nos llena de gusto al comisario y su equipo que estamos al frente del pueblo”, explica el tlayacanqui.
Ofrendas, plegarias y humo
Al mediodía, el sonido de una antigua flauta y un tambor se escucha a lo lejos. Un chirrión rompe el sonido del viento y se lanzan gritos al cielo. Es la entrada de los tlacololeros, una antigua danza que representa el trabajo de los campesinos para preparar su tierra y proteger sus cultivos de depredadores como el jaguar.
Los personajes portan una máscara de madera y visten pesados costales de ixtle, sombrero de palma ancha con listones de colores colgantes, un morral y un chirrión.
Más tarde, niños, mujeres y adultos ataviados con trajes y máscaras de tekuanes irrumpen en el lugar para enfrentarse cuerpo a cuerpo. En sus puños portan guantes de boxeo.
También hay plegarias, humo de copal y procesiones con las pesadas cruces de madera que los devotos cargan.
Algunos tekuanes entregan a sus mujeres prometidas una rama del árbol Tomoxóchitl, la flor del corazón de los cerros.
La rama se coloca en uno de los altares para pedir la bendición del enlace y que a la nueva familia no les falte salud ni alimento.
Antes del ocaso, unos 50 kojtlatlas -hombres del viento- bajan de lo alto de otros cerros hacia el centro ceremonial con poderosos gritos guturales. Son guiados por el sonido de un teponaztli.
Danzan con sus coloridas vestimentas y máscaras con largas trenzas de colores. Boca arriba y con los pies hacia el cielo realizan malabares con un tronco multicolor.
La tarea de estos personajes prehispánicos es ofrendar a todas las cruces que protegen al pueblo desde el inicio del ritual en abril.
“Esta concentración de tlacololeros, kotlatlastin y tekuanes tiene la finalidad de petición de lluvias. A nuestro señor dios Tláloc le pedimos bendiciones para que al pueblo de Acatlán no le falte la alimentación”, dice el profesor y excomisario Teófilo León Zeferino.
Al siguiente día el ritual se traslada al centro ceremonial Komulian, donde se ubican los manantiales que abastecen de agua dulce al pueblo.
Después de ofrendarlos hay un festín de moles, caldos, tamales, bebidas, peleas de tekuanes y danzas como las muditas, los chivos, los maromeros y los mecos azules. El ritual culmina el 4 de mayo con el Colozapan o cambio de mayordomo.
Peleas de tekuanis
Armando Sandoval Salmerón es nativo de Acatlán. De los 15 a los 24 años ayunó y entrenó para participar en las peleas de tekuanis.
Hoy, a sus 42 años, es comerciante en el Estado de México, está casado y tiene dos hijos.

Cada año regresa a su comunidad para ser parte del ritual, además de pedir por su negocio y la salud de familia y paisanos.
“Durante esos años le ayunaba a la máscara. Le ponía sus velitas, su cigarrito, su mezcal. Ayuda mucho, uno resiste más”, dice luego de hacer plegarias a sus dioses y a la cruz ataviado con un traje color naranja con manchas negras.
Sus hijos de 10 y 5 años, así como un sobrino, se han unido al rito y pelean como sacrificio para que el pueblo tenga lluvia y alimentos durante el año.
“Es el ejemplo para que no se pierdan las raíces del pueblo”, dice.
Zitlala
A cinco kilómetros de Acatlán se encuentra el pueblo de Zitlala (Lugar de las estrellas). Ahí la ceremonia de petición de lluvias se enmarca en las peleas de los niños, mujeres y hombres jaguar el 5 de mayo.
La tradición es de origen olmeca.
Zitlala, de acuerdo con el excapitán Arnulfo Tecruceño Valle, forma parte de un circuito ancestral del jaguar que inicia en la zona norte y se extiende al centro sur de la entidad.
Inicia en el centro ceremonial Teopantekuanitlan, en la localidad de Tlalcozoltitlan, en Copalillo, pasa por un lugar conocido como Mapijlio en Zitlala, de ahí sigue en las cuevas de Oxtotitlan en Acatlán, en el vecino municipio de Chilapa, continúa hasta las grutas de Juxtlahuaca, en el municipio de Quechultenango y termina en Tlaltizanapa, explica.
En esta ruta, asegura, los integrantes de la cultura olmeca dejaron vestigios y pinturas rupestres donde aparece como figura central el jaguar, adorado por su fuerza, agilidad y sabiduría.
Desde el primer asentamiento humano en Zitlala ya se realizaba el ritual, expresa el peleador Arnulfo Tecruceño, que cuenta con estudios en antropología.
En el inicio del tiempo
En el pueblo existe una leyenda que continúa trasmitiéndose a las nuevas generaciones.
En tiempos remotos los pobladores tenían abundancia de alimentos y agua, pero se olvidaron del conteo del tiempo y de agradecer al dios Tláloc, quien molesto les mandó sequía y calamidades como castigo.
Fue que dos gobernantes, Zitlalin (La mujer estrella) y Acatl (El hombre carrizo) oraron sin ser escuchados. Exhaustos, mutaron a nahuales, su animal fue el jaguar.
Planearon subir al cerro del Tonacatépetl para robarle las semillas de maíz, frijol y calabaza a Tláloc y así darle de comer a su gente.
En su huida rodaron y esparcieron las semillas en el campo, lo que provocó una riña entre los tekuanes.
Sin proponérselo, el cerro reverdeció, el caudal del río volvió y el sol brillo de nuevo. El sacrificio agradó a Tláloc.
Por eso cada año el pueblo de Zitlala rememora esa odisea de sus ancestros con las peleas de los hombres jaguar. En los días previos ofrendan flores, alimentos y danzas a sus dioses y a la cruz en los cerros Zitlaltépetl y el Cruzco.
En el ritual del 5 de mayo toda la población participa ya sea como mascareros, en la confección de las vestimentas, en la cocina, en la música o en las peleas.
Por la mañana, tarde y noche en la casa los capitanes de los jaguares de los tres principales barrios y una comunidad se ofrece pozole, mixiotes de res, cerveza y mezcal.
Desde el mediodía por las calles empinadas, tapizadas con cemento o tierra blanca se escuchan los sones de música de viento que llaman a los jaguares -desde niños, mujeres y adultos- para participar en la batalla principal.
Cada año son más los participantes. Los nativos radicados en otras ciudades acuden para ser parte de la tradición.
Uno a uno se van sumando para primero danzar en la parte alta y baja donde se concentran las dos alianzas.
A las 3 de la tarde se encaminan bailando, soltando rugidos y expresiones de batalla en náhuatl hacia la plaza central, donde miles de personas esperan ansiosas de ver el espectáculo prehispánico.
En la plaza los reatazos se estrellan en las máscaras de cuero curtido de res, espalda y piernas de los combatientes hasta que uno de los dos se rinde o cae al suelo.
Los sonidos de los golpes, los sones de las bandas de música de viento, los gritos del público, de un tambor y una flauta antiguos, se mezclan.
Las feroces batallas terminan en un saludo de mano, en un abrazo o en el festejo del oponente. Los golpes, las heridas y la sangre derramada es parte de un sacrificio. Entre más sudor y sangre más lluvia y buenas cosechan se esperan.
Estas manifestaciones de lugares recónditos de Guerrero han resistido a la conquista espiritual y militar de España, así como a la violencia criminal que impera desde hace más de una década en la región.
En mayo cuando las primeras gotas de lluvia caigan, los corazones de los nativos se alegrarán.
Cortesía de Proceso.