La narcocultura ha permeado en la sociedad mexicana. Uno de sus aspectos más controvertidos son los narcocorridos y corridos tumbados. Desde los clásicos como La Camioneta Gris, de Los Tigres del Norte, hasta los éxitos recientes como Ella Baila Sola, de Peso Pluma, estos géneros musicales que relatan hazañas de traficantes y glorifican el estilo de vida criminal están cada vez más bajo el escrutinio público.
En México la música es un reflejo de la realidad y las emociones del pueblo. Los narcocorridos cantan narrativas crudas y polémicas de la vida en los márgenes de la ley. El género no es nuevo, pero su evolución y penetración en la cultura popular ha encendido las alarmas.
La propuesta de la presidenta Sheinbaum de impulsar la campaña “México canta por la paz y contra las adicciones” busca “dejar de glorificar la vida delictiva”. El detonante: un concierto de Los Alegres del Barranco, en Guadalajara, donde se proyectó la imagen de Nemesio Oseguera, el Mencho, líder del Cártel Jalisco Nueva Generación. El público aplaudía y coreaba himnos a la narcocultura.
¿Qué hacer con un género que, para defensores, narra la realidad; para otros exalta la violencia? El corrido ha sido históricamente una manera de expresión que narra hechos sociales y justifica la protesta ante injusticias.
Se han escrito, cantado e ilustrado corridos que documentaron rebeliones, sufrimiento y denuncias. Hoy, el narco y su violencia son protagonistas de letras y melodías. La evolución hacia los corridos tumbados –versión que apuesta a ritmos modernos y una estética renovada– plantea interrogantes sobre los límites de la libertad artística en un contexto marcado por la inseguridad.
Dice el historiador Jesús Jáuregui, el corrido “es el periódico cantado del pueblo”. Los Tigres del Norte, pioneros en retratar el narco en los setenta con Contrabando y Traición, defienden su labor de narradores. “No somos apologistas, somos cronistas”, declaró Jorge Hernández, acordeonista líder del grupo.
El salto a los corridos tumbados –representados por artistas como Natanael Cano, Junior H o Peso Pluma– transformó el tono. Letras como Siempre Pendientes (Peso Pluma) o Yo soy el 01, el jefe de jefes, pura gente seria (Los Tigres del Norte) narran y celebran. El ritmo urbano, mezclado con trap y reggaetón, atrae a jóvenes que ven en el Chapo o el Mencho símbolos de poder transgresor.
La propuesta de Sheinbaum no es la primera. En 2010 Calderón intentó prohibir los narcocorridos en radio y TV, sin éxito.
Nayarit, Chihuahua y Sinaloa los han vetado en actos públicos. Las plataformas Spotify y YouTube son un refugio. Peso Pluma, quien se posicionó como el séptimo cantante más escuchado a escala global en 2024, y Natanael Cano han catapultado el género internacionalmente.
Sus letras hablan de tráfico de drogas, ostentación de lujos y armas, ¿es viable prohibir su comercialización sin afectar la libertad creativa y de expresión? Las disqueras y productoras (como DEL Records o Rancho Humilde) operan en la ambigüedad. Spotify lista corridos tumbados en sus top 50.
Raúl Trejo Delarbre, en Adiós a los medios, advierte: “Ninguna sociedad es tolerante ante todas las posturas”. En Alemania negar el Holocausto es ilegal. La comparación muestra que, en ciertos contextos, algunas posiciones no pueden considerarse inofensivas. Es legítimo preguntarse si la comercialización de narcocorridos debería regularse para evitar la normalización de una violencia que ha dejado cifras dolorosas. El límite es difuso: ¿dónde termina la crónica y dónde empieza la apología?
Desde un punto de vista jurídico y comunicacional, prohibir la reproducción o interpretación de narcocorridos en actos públicos choca con la libertad de expresión. La cuestión se matiza desde el ámbito comercial. Una regulación que incida en la comercialización masiva de estas composiciones podría limitar la propagación de mensajes que promueven estilos de vida violentos y glorifican el crimen, sin coartar el derecho de cada artista a expresarse.
El rol de disqueras, productoras y plataformas de streaming es crucial. Éstas producen, difunden y configuran el gusto musical de grandes audiencias jóvenes. La comercialización sin restricciones podría interpretarse como una complicidad indirecta con la narcocultura. El reto es encontrar un equilibrio que permita a los artistas la libertad creativa, pero limite que el contenido se transforme en un aliciente para conductas agresivas y se ensalce a figuras delictivas.

La narcocultura vende y mata. Cuando Chalino Sánchez entonaba El Crimen de Culiacán en los noventa, no imaginaba que iba a consolidar un género que, décadas después, generaría controversia. El intérprete fue asesinado en 1992 tras un concierto en Sinaloa e inauguró una lista de cantantes que han corrido la misma suerte.
Valentín Elizalde fue ejecutado en 2006 tras cantar A Mis Enemigos. Sergio Gómez, de K-Paz de la Sierra, murió torturado en 2007. ¿Los cantantes son víctimas o cómplices?
Su arte refleja un sistema donde el crimen y el Estado son dos caras de la misma moneda sangrienta. El sexenio de López Obrador cerró con 193 mil 377 homicidios superando los 150 mil 461 de Peña Nieto y los 122 mil 319 de Calderón.
Canciones como El Crimen de Culiacán (Chalino Sánchez) o La Jaula de Oro (Los Tigres del Norte) tienen un trasfondo crítico, pero ¿qué pasa con El Bélico (El Komander) o Régimen del 85 (Legado 7) que enaltecen el poder de los carteles?
Trejo Delarbre recuerda que la exposición constante a la violencia puede normalizarla, sobre todo en jóvenes de entornos vulnerables. “Las escenas (y canciones) violentas no forjan, de manera automática, televidentes o internautas (o jóvenes) violentos, pero es posible que, cuando se encuentran en un ambiente saturado de violencia, hagan de tales escenas (y melodías) una suerte de certificación mediática y, entonces, un aliciente para comportarse también de forma violenta”.
Prohibir sin ofrecer alternativas culturales es insuficiente. En Medellín, Colombia, los raperos de La Sierra lograron reducir la violencia con hip hop social. Los narcocorridos no desaparecerán. Son el eco de un México fracturado por décadas de guerra contra el narco. Prohibirlos los empujará a la clandestinidad y la mitología. Una política cultural que promueva narrativas alternativas –sin censurar, pero compitiendo en el mercado de las ideas– podría ser efectiva.
¿México quiere que sus jóvenes canten la violencia o la vida? La respuesta, como un buen corrido, deberá tener ritmo, letra, verdad y seguidores. Tiene razón Sheinbaum: “Un artista más, un deportista más, un estudiante más, es un delincuente menos”.
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